martes, 27 de noviembre de 2007

La ignorancia sobre la Nación

Después de haberme repuesto de mi sorpresa inicial pude leer en Fichte el papel que le asignaba a lo que él denominaba “el Estado racional”. Éste «no se construye con disposiciones artificiosas a partir de cualquier material existente, hay más bien que formar primero y educar a la nación para este estado. Sólo la nación que haya resuelto la tarea de formar al hombre perfecto mediante el ejercicio real, resolverá a continuación también la tarea del estado plenamente desarrollado». Las “disposiciones artificiosas” pueden ser pensadas, tanto entonces como ahora, como la imposición de ideas, doctrinas, métodos políticos, formas institucionales ajenas a la cultura de la nación. El ideal del “hombre perfecto” debe ser entendido como un horizonte hacia donde caminar, no como un objetivo alcanzable.
Por ello dice en otra parte, argumentando desde su patria que «La nación alemana hasta ahora ha estado siempre de hecho en relación con el progreso de la especie humana en el mundo moderno. Hay que aclarar aún algo más de la observación que hemos hecho acerca del proceso natural que esta nación ha seguido a saber: en Alemania toda formación ha partido del pueblo». La importancia que le otorga a la cultura popular me lleva a pensar en la necesidad de una educación que se sostenga en valores como la de: «Los alemanes que se quedaron en la patria habían conservado las virtudes extendidas ampliamente en su tierra: lealtad, sinceridad, honradez, sencillez… Pronto se desarrollaron y florecieron en las ciudades todas las actividades de la vida culta. En ellas nacieron constituciones e instituciones ciudadanas, si bien pequeñas no obstante acertadas, a partir de las cuales se extendió por todo el país una imagen de orden y un amor hacia el pueblo».
Siguiendo esta línea de pensamiento deberíamos detenernos a pensar si la influencia, determinante hoy en las “capas cultas” de nuestra sociedad, del pensamiento económico de origen anglosajón, distante de lo alemán, no invierte el orden del planteo. Primero “desarrollar” lo económico para después estructurar la nación en torno a sus resultados. Como si este pensamiento no contuviera ya valores que sabotean la posibilidad de constituir una comunidad organizada. “El hombre que va al mercado a maximizar sus beneficios está muy lejos de preocuparse por el bienestar del conjunto”. Ese curso de acción es advertido por Fichte y por ello señala que: «Es ese período único de la historia alemana en que esta nación consigue esplendor y fama al nivel que le corresponde como pueblo originario; a medida que la codicia y ansia de poder de los príncipes va destruyendo este esplendor y pisoteando la libertad, se va hundiendo paulatinamente la totalidad y a abocando al estado actual».
Invito al lector a traducir a términos de la historia de Argentina, o de la América toda, cambiando los personajes y la época, pero reteniendo la esencia del proceso, para comprender en parte lo que nos sucede. La doctrina económica que recibimos de los clásicos, Smith, Ricardo, entre otros, se elaboró sobre la historia que escribía Inglaterra del siglo XVIII y principio del XIX, después del impacto de la Revolución industrial. La expansión de ultramar, el dominio de los mares que resultaba al mismo tiempo el dominio de los mercados exteriores la colocaba en un plano de privilegio. Sostenida por ese proyecto de poder la doctrina económica no hacía más que legitimarlo y proyectarlo hacia el futuro. El problema no radica en ellos sino “en la codicia de nuestros príncipes locales” que se unieron a ese proyecto de dominación. Sus nietos enseñan en nuestras universidades.

jueves, 22 de noviembre de 2007

Las dudas de mi ignorancia

Yo me sentía seducido por el desarrollo del tema tal como lo exponía Smith, me sonaba a cierta música celestial. Todos los hombres cumplían con su deber, hacían lo mejor que podían y ponían lo mejor de sí para satisfacer del mejor modo posible las necesidades de los demás. Si bien esto no impedía que cada cual velara por su interés personal, al contrario ello era necesario para un mejor funcionamiento del mercado, dado que así todos saldrían satisfechos con la conciencia del deber cumplido y con el bolsillo lleno con sus ganancias. Nadie salía disconforme ni daba lugar a conflictos. “Todos eran felices”, me sonaba a final de cuento infantil.
Volví a encontrarme con mi viejo profesor y le manifesté mis dudas. Le pregunté si en la Inglaterra del siglo XVIII no había gente mala que pudiera dar lugar a disturbios o a pretender quedarse con lo que no era de ellos. Me tranquilizó afirmando: “Hombres así ha habido en todas partes, por lo menos desde que hay historia escrita. Por tal razón, si bien Smith apela a la conciencia moral de los hombres postula también la necesidad de la presencia del Estado, y a su fuerza policial para recomponer el orden allí donde fuera alterado, vea como lo dice: «Si un soberano se ve sostenido, no sólo por la aristocracia del país, sino por un ejército permanente y bien disciplinado, las protestas más anárquicas, infundadas y violentas no le causan la menor inquietud. Puede tranquilamente despreciarlas o perdonarlas»”.
Me aclaró: “Si bien ningún funcionario debe inmiscuirse en el libre funcionamiento del mercado, como ya le leí el otro día, esto no significa que todo el sistema productivo y de cambio en el mercado no esté protegido por la fuerza del Estado. Éste es el que debe velar, como dice Smith, por el cumplimiento de los contratos, sobre todo el que se realiza entre el trabajador y el capitalista, y por la protección de la propiedad privada, sin la cual no hay mercado capitalista”.
Partiendo de lo que sucede hoy en las relaciones laborales, entre el que compra la mano de obra y el trabajador, y dadas las disparidades de fuerza y poder entre unos y otros, me atreví a plantearle otra duda. Dije que lo que yo observaba era que los fuertes se aprovechan de los débiles en la fijación del precio de la mano de obra, y que el Estado no interviene, o lo hace poco, en esos contratos que, por regla general, benefician al contratante.
Me contestó el profesor: “El tema de las necesidades de los trabajadores lo trata como un problema al final de su estudio, no es para él un tema relevante. Smith sostiene que debe pagarse respetando un límite «lo necesario para el propio sustento». Pero esto lo soluciona remitiendo el tema a la «armonía del mercado». Sin embargo Smith no ignora que «en ciertos lugares mueren los niños antes de la edad de cuatro años, esta gran mortalidad se advierte generalmente entre los niños de las clases bajas, en las cuales la mortalidad es todavía mayor». Sin embargo, estos problemas, lo que podríamos denominar los resultados no armoniosos, no pueden ser solucionados por el hombre porque superan el conocimiento humano sobre la totalidad del mecanismo y su saber es finito. La «mano invisible» se encargará de ello”.
Ya había comprendido hasta donde llegaba Adam Smith, no alcanzaba, por lo que debería seguir estudiando.

sábado, 17 de noviembre de 2007

La ignorancia sobre el mercado

Como seguí leyendo a Smith, pero con las dudas de haber comprendido mal, recurrí a mi viejo profesor para preguntarle sobre el famoso egoísmo que asegura el buen funcionamiento del mercado. Puesto que yo había entendido que el autor, como moralista cristiano, había postulado la simpatía entre los hombres, lo cual los llevaba al cumplimiento del deber de producir lo mejor que pudieran para satisfacer las necesidades de los demás. El profesor me aclaró: “Él no sostiene que el origen del intercambio sea el egoísmo, ni rechaza la benevolencia como sentimiento moral como motivo del intercambio. Indica que las relaciones de mercado, además de esos sentimientos de benevolencia, debe saber manejarse el amor a sí, el interés de la «conservación de sí mismo», que se entendió como egoísmo, porque este interés mueve con mayor fuerza el mercado”.
Y me leyó una cita de Smith: «Como cualquier individuo pone todo su empeño en emplear su capital en sostener la industria doméstica y dirigirla a la consecución del producto que rinde más valor, resulta que cada uno de ellos colabora de una manera necesaria en la obtención del ingreso anual máximo para la sociedad. Ninguno se propone, consciente o explícitamente, por lo general, promover el interés público, ni sabe hasta que punto lo promueve. Pero… es conducido por la mano invisible a promover un fin que no estaba en sus intenciones. Mas no implica mal alguno para la sociedad que tal fin no entre a formar parte de sus propósitos, pues al seguir su propio interés promueve el de la sociedad de una manera más efectiva que si esto entrara en sus designios».
Y agregó el profesor: “Para Smith el conocimiento de cómo funciona la totalidad del mercado es imposible, no está al alcance humano. Escuche lo que dice: «El propietario del capital industrial no debe angustiarse de no conocer el funcionamiento total del mercado. Ese conocimiento es imposible y además innecesario. El mercado funciona con «armonía» llevado por la providencia como si compusiera un reloj la mano experta de un relojero. Hay que hacer con conciencia moral responsable lo que toca obrar como deber, en la especialidad de la que pueda tener conocimiento, respetando el derecho a la propiedad del capitalista y el contrato de trabajo, lo demás funciona automáticamente. Este automatismo produce un resultado armónico: el bien para todos». Por ello, para Smith: «El gobernante que intentase dirigir a los particulares respecto de la forma de emplear sus respectivos capitales, tomaría a su cargo una empresa imposible, y se arrogaría una autoridad que no puede confiarse a una sola persona, ni a un senado o consejo».
Comprendí que Smith transmitía, como buen cristiano puritano, una fe inconmovible en el cumplimiento de las leyes del mercado, la famosa ley de la oferta y la demanda, puesto que estaban gobernadas por la mano de la Providencia. Esta «mano invisible» garantizaba la «armonía del mercado» cuyo resultado aportaba a la felicidad de todos los ciudadanos. Me quedé pensando en los resultados de ese mercado libre en nuestros días y una duda me recorrió desde los pies a la cabeza: ¿qué había pasado con la «armonía» para que hoy haya tantos pobres. Pero comprendí la fatiga de mi viejo profesor y decidí volver otro día.

martes, 13 de noviembre de 2007

La ignorancia preguntona

Después de haber pensado que tipo de lectura me sería útil para comenzar a entender un poco de economía, habiendo comprobado que los especialista de hoy hablan en una jerigonza incomprensible, pregunté a un viejo profesor. Esta hombre, con una sonrisa bonachona ante la confesión de mis cuitas, me recomendó una perogrullada: comience por el principio. Debo confesar que, con no poca vergüenza, me vi obligado a volver a preguntar: cuál es el principio. Entonces se levantó, fue a su biblioteca y me entregó un grueso volumen cuyo título era “Una investigación sobre la naturaleza y causa de la riqueza de las naciones”, escrito en 1776 por Adam Smith.
No podía salir de mi sorpresa por lo grande y por lo antiguo del libro, pero una vez planteada mi situación y habiendo encontrado una sabia respuesta no podía retroceder. Así que me dediqué un tiempo a su lectura. Por ello quiero compartir lo que fui comprendiendo. Debo decir que aprendí que este señor no fue un economista, tal como se entiende esto hoy, era un escocés profesor de filosofía moral y rector de la Universidad de Glasgow. Por lo tanto sus preocupaciones intelectuales fueron de orden moral. Pero, siendo testigo directo de los cambios que estaba produciendo la Revolución industrial, comenzó a estudiar economía leyendo a las figuras más representativa de su época. El resultado de estos estudios quedó plasmado en el libro que estoy leyendo. Debo decir que aprendí que antes había escrito “La teoría de los sentimientos morales” donde sostiene la necesidad de la «simpatía» entre los ciudadanos para el buen funcionamiento de la sociedad.
La Revolución industrial despertó su admiración por los avances que produjo como proceso civilizatorio que camina hacia la «armonía universal», que incluía el «cosmos y sus leyes naturales» además de las leyes que rigen la naturaleza humana y la sociedad a través de «la mano invisible». Esta mano, que era una metáfora de las leyes de la Providencia, gobernaba las acciones de los hombres sin que éstos lo percibieran, dado que sus designios escapan al conocimiento humano. El mundo de lo cotidiano que es un «mundo armónico», se presenta ante los hombres como un mundo aparentemente caótico. Sin embargo, está ordenado por la «mano invisible, es decir Dios. Este Dios actúa en «el tribunal interno» de nuestra conciencia con reglas de moralidad que permiten «sujetar la fuerza de la pasión» y en especial «el amor propio», despertando el sentido del deber en los hombres.
La moral que rige los actos de los hombres se manifiestan como reglas generales «del sentido del deber y de las virtudes, que ordenan las pasiones morales positivamente y las restantes negativamente, restringiéndolas hacia la concordancia con el movimiento uniforme y armonioso del sistema». Así veía Smith al sistema del capitalismo industrial naciente. Para que este sistema funcione correctamente debe sustentarse en «la división del trabajo, la propiedad y el cumplimiento de los contratos, que por ello mismo hay que garantizar por medio de la institución mercado, bajo el ejercicio del poder del Estado».
Por ello las reglas generales de la ética, que había estudiado primero, se transforman después en las leyes del mercado, o de la economía capitalista. De allí se deriva la necesidad de la «división del trabajo» por la cual cada ciudadano se ocupará de producir lo que mejor sepa hacer y que le garantice la mayor utilidad, acompañado por la necesidad de «fijar la propiedad» (unos son propietarios del dinero y otros lo son del trabajo). Así los poseedores de dichos productos diferentes pueden cambiar lo que producen por lo que necesitan. La ética, que ahora es mirada como regla desde el mercado, obliga al cumplimiento del deber que se desprende de la «división del trabajo», cada uno debe hacer lo que le corresponde, puesto que de no hacerlo no se dispondría de bienes para el cambio.

martes, 6 de noviembre de 2007

La soberbia y la ignorancia

Terminé afirmando, en una nota anterior: el principio de la sencillez, que tiene una extraña proximidad con la ignorancia. Sólo el que se sabe ignorante de algo, poco o mucho, está dispuesto a escuchar, estudiar, reflexionar, y por ello puede aprender. Por el contrario, el que se sabe poseedor de la verdad, toda o de una parte, no encuentra ninguna inclinación por el aprendizaje. Nuestro Alfredo Zaiat, ya cita en otras oportunidades, sostiene: “La soberbia del saber económico convencional se enfrenta a problemas que no encuentran respuestas en las tradicionales ecuaciones… En la actual etapa del desarrollo, la ciencia económica tal como se la difunde ha llegado a la frontera del conocimiento, síntoma que se expone cada año en los premios Nobel a esa disciplina… Todo lo que tenía para dar esa ciencia ya fue entregado” (Página 12 – 28-10-07).
Lo que yo había insinuado con mucha timidez, dada mi confesión de ignorante, parece ser una constante en ciertos economistas, que parecen saber mucho de economía salvo que está va en vías de agotarse tal como se presenta en sus saberes. Saben todo, o casi, menos el corto alcance de ese saber. Por eso nos explica Zaiat: “Mientras tanto, la dinámica del sistema capitalista, ya extendido a todo el planeta, va presentando desafíos, nuevas situaciones, que la mayoría de los economistas hoy no dan cuenta de ellos enfrascados en sus viejos debates”. Creo que hemos llegado al momento de la “iluminación”. Esos “viejos debates” están refiriéndose a los manuales que se regodean del saber de Adam Smith, quien pensó y escribió hace más de dos siglos, partiendo de la observación y el estudio del mercado inglés. La famosa “Riqueza de las naciones tiene nada más que 231 años. Me dirán que mucho avanzó la teoría económica, pero nunca abandonó su punto de partida, el decir de su padre.
Tal vez, esto lo lleva a decir a Zaiat: “… el impresionante avance de la tecnología aplicada a la producción y el proceso de globalización de la economía mundial ha desencadenado un fenómeno de transformación de las estructuras productivas acerca del cual se sabe relativamente poco. Por lo pronto, los economistas dan constancia de que ese proceso está sucediendo, pero en general no ofrecen elementos muy convincentes de por qué ocurrió de esa manera”. Posiblemente, y esto lo digo yo, una ciencia que nació dentro del marco del capitalismo moderno no está en condiciones de revisar el supuesto sobre el que está parada: la existencia de la sociedad capitalista como condición de su razón de ser. El horizonte de su aparición posibilita un conocimiento acotado a ese tiempo pero, al mismo tiempo, delimita el ámbito de su posibilidad de comprensión,.
Como toda reflexión sobre la actividad humana, es siempre un saber de la ya acontecido. Se le puede aplicar lo que Hegel decía de la filosofía que era “como el ave de Minerva que remonta su vuelo al atardecer”, es decir puede hablar de lo que ya pasó nunca está en capacidad de dar cuenta de las nuevas situaciones. Si esta ciencia estuviera en condiciones de conocer el futuro los miembros de esa cofradía serían todos millonarios. Pueden acertar las carreras del domingo con el diario del lunes. Lo que estamos viendo es que leen periódicos de más de un siglo atrás.

jueves, 1 de noviembre de 2007

Ventajas de la ignorancia

He estado dándole vueltas al problema de la economía por razones que están lejos de ser inquietudes académicas. Como se ha dicho algunas veces, Argentina es una excepción a las reglas de la economía. Varias décadas atrás nada menos que el Nobel de economía Paul Samuelson escribía en su famoso manual las categorías en que podían clasificarse los países. El nuestro quedaba fuera de competencia. El tema es saber si esto es bueno o es malo. Como los economistas tienden a resolver todo metiendo cada caso en una de las categorías, se parecen a los médicos con las enfermedades. Creen resolver de este modo cualquier dificultad que pueda presentárseles. Cuando la realidad no se aviene a tal metodología, pues “peor para ella”, algo está mal en ella. Equivale a decir que el manual es el “cristal” a través del cual se estudia la realidad.
Pero, he aquí la “madre” del problema: la realidad social se presenta con particularidades culturales, políticas, económicas, propias de cada pueblo (perdón por el arcaísmo) que se impone como una verdad irreductible a la abstracción teórica simplista. No es la realidad la que se debe adaptar al concepto, sino todo lo contrario. Esto me lleva a afirmar la mayor de las “herejías” científicas: es necesario desarrollar ciencias nacionales, es decir que partan de la realidad única e irrepetible que es cada pueblo y, a partir de allí, intentar llegar a conclusiones generales.
Me tranquiliza el saber que una brillante economista inglesa Joan Robinson se preguntaba “si lo que la economía estudia y afirma sirve para otra sociedad que no sea la de los países altamente desarrollados”. Es decir que ella pensaba que lo que servía a su país podía no ser útil para otro. La economía que se estudia en nuestras universidades está hecha “a imagen y semejanza” de los centros imperiales. ¿Es demasiada agudeza suponer que, por lo tanto, deben estar al servicio de sus intereses? Puedo decir esto porque también expresó, en otra oportunidad, que la economía “ha sido siempre, en parte, vehículo para la ideología dominante en cada período”. El pecado de pretender ser ciencia, como lo es su modelo paradigmático, la física, la empuja a pensar en términos de un universalismo abstracto, a lo que se le suma poder ser así un instrumento de dominación económica.
Afortunadamente, la historia no es estudiada en esos mismo términos, de haber sido así tendríamos sólo una historia universal que se repetiría como un calco en todos los pueblos. Como esto sería demasiado evidente no se ha operado así, aunque esto no impide que la historia también esté contada desde la mirada de los centros del poder, es decir, los vencedores. La “liberación”, mentada en el marco de la cultura occidental desde el Génesis hasta nuestra versión amerindia, no debería dejar de lado la “liberación científica e ideológica”, que debería producirse en la cabeza de muchos de nuestros intelectuales, investigadores y científicos.
Sólo desde la ignorancia del saber “dominante”, respetando aquel comienzo de la sabiduría: “sólo sé que nada sé”, es decir el principio de la sencillez, creo que es posible retomar el camino de un pensar liberador.