lunes, 31 de marzo de 2008

Las ilusiones de los noventa

Llegamos a los noventa, década en la que hemos vivido la dulce ilusión de haber abandonado nuestra condición, tan desvalorizada, de habitantes del Tercer Mundo, de la Periferia, de las zonas marginales: habíamos ingresado por fin al Primer Mundo. Se abría una época en la que podíamos sentirnos seres iguales a los que gastaban comprándose todo, no importaba para que sirviera, lo fundamental es que era nuevo. Logramos que en Miami nos conocieran por el triste sobrenombre de “déme dos”. Habíamos llegado al tan soñado consumo de ellos. Claro, ellos eran los estadounidenses; los europeos todavía no se habían globalizado del todo y conservaban un cierto pudor en hacer ostentación de lo que compraban. En cambio nosotros tuvimos el “orgullo” de poder adoptar los hábitos del consumidor de clase media del norte.
Estos nosotros éramos sólo una parte de los argentinos, había otra parte que miraba envidiosa, y otra pequeña que miraba horrorizada. La salida de las crisis sucesivas que habíamos padecido en los ochenta nos colocó en esa década ante la ilusión de comenzar a transitar el camino de la riqueza. Para completar esa sensación dejamos de hablar, comprar y vender en pesos argentinos para hacerlo en dólares estadounidenses. Dado que un peso era igual a un dólar, por qué hablar de pesos si se podía hablar de dólares, daba una idea de mayor solidez. Sin duda, Homero Simpson se había convertido en un ídolo. La mirada hacia él perdía el tono crítico que le daban sus autores y, aun riéndonos de él, nos parecíamos cada vez más.
Sea lo que fuere, dentro de ese contexto de aparente crisis superada definitivamente, un ministro -y ¡qué ministro!- nos prometía una estabilidad medida por décadas futuras. Esa fue la década del “uno a uno”. Entonces se pudo volver a soñar, pero ya no con un futuro más justo, sino con un futuro de más cosas: electrodomésticos, cambios periódicos de coche o de casa, de viajes al exterior, claro está a donde se pudiera comprar barato. En una canción de rock decía un joven iracundo: “El futuro que vos me prometés es una tarjeta de crédito”. Los jóvenes noventistas vieron todo ello y comprendieron de qué hablábamos, qué clase de sueños eran los nuestros, qué tipo de ideas poblaban nuestras mentes, qué tabla de valores gobernaba nuestra conducta.
Después llegó lo doloroso. Hacerse cargo del repentino descubrimiento de la diferencia existente entre soñar, desear, imaginar, por una parte, y gestionar, negociar, armonizar intereses en conflicto y descubrir que no hay recursos para todo y todos. Todo ello hizo que cambien rápidamente las imágenes que se tenía de cómo era la realidad. El sueño primermundista se precipitó a tierra abruptamente. El golpe fue tremendo, desarticuló el conjunto de ideas, de proyectos, de deseos posibles. En poco tiempo todo se desmoronó y emergió, una vez más, la vieja y temida crisis, “que no estaba muerta, andaba de parranda”. Pero esta crisis tenía aspecto de ser terminal. Y la salida de ella apareció por Ezeiza. Si este no era el primer mundo debíamos entonces ir para el verdadero. Los sueños se trasladaron a otras tierras.
Dos nuevos habitantes de nuestro imaginario se presentan en escena, y van a conformar las nuevas identidades: el Desencanto y la Decepción. Si bien cada uno de ellos baila al compás del otro, porque son diferentes expresiones de un mismo proceso, existen diferencias entre ellos. Pero lo que sí se puede decir es que se posesionaron de la conciencia de gran parte de nosotros y se reflejó en la de los jóvenes.

jueves, 27 de marzo de 2008

El ocaso de aquellos sueños

Cuando ampliamos nuestra óptica, abarcando el proceso histórico de las últimas décadas, podemos observar la profundidad de los cambios producidos. La sumisión tradicional del joven al adulto, al punto de no hallar ningún espacio social que reconociera su identidad como joven y autorizara su expresión, empezó a padecer su declive, como quedó dicho, en la posguerra. Este nuevo horizonte promueve la aparición de un nuevo discurso, al comienzo confuso, después muy plural, siempre controvertido, lo que da lugar a un nuevo modelo. De este modo, adquiere una presencia en aumento el discurso joven, no siempre sólo por boca de éstos. Entonces, nos llega desde Europa, y en menor medida desde EE. UU., la idea de que no sólo el joven se convierte en modelo, sino que se construye el modelo de joven. Se va diseñando paulatinamente la imagen de lo que tiene que ser un joven que sea un joven auténtico. Así nos encontramos con características que empiezan a ser atribuibles a ese modelo: crítico, tendiendo a los extremismos, con capacidad de iniciativa, desinteresado, contestatario frente a las instituciones, creativo, rebelde respecto de la tradición cultural, mostrando cierta independencia frente a padres y educadores, con tendencia a la utopía, etc.
En el otro extremo de este proceso nos encontramos con una especie de caricatura de aquel modelo. Hoy, cuando se piensa en él aparecen de inmediato las críticas, desacuerdos, preocupaciones que expresan lo que se ve como la pérdida de aquellas virtudes. Los portadores del discurso crítico hacia la juventud de hoy dicen que se han perdido las características que definieron aquel modelo: hoy no son críticos, no tienen iniciativa, viven ligados a los padres, son pragmáticos pero inmaduros, etc., etc.… Cuando desde los adultos de hoy se formulan ese tipo de críticas, enarbolando la bandera de los jóvenes de ayer, que implícitamente son estos adultos, deberíamos preguntarnos cuánto hay de idealización, cuánto del repetido y viejo: “¡Ah, mis tiempos!”. Como si aquella dorada juventud hubiera sido un sol resplandeciente en una noche oscura. Como si una parte importante de ella no se hubiera desgastado en juegos de inútil rebeldía que poco o nada construyó. Rebeldes hubo muchos, constructores de un futuro mejor no tantos.
Por otra parte deberíamos preguntarnos también ¿por qué un joven, para ser joven tiene que responder a un modelo creado por otros? Acaso, aquellos que critican tan duramente a los jóvenes actuales ¿podrían demostrar que ellos hubieran sido los mismos que dicen que fueron en este mundo de hoy? ¿Se puede sostener con honestidad que la terrible represión militar, policial, cultural, psicológica, no ha hecho mella en los adultos sobrevivientes? Y estos sobrevivientes ¿no son los padres o los abuelos de los jóvenes actuales? Entonces, ¿se puede hablar, sentado en la tribuna de la historia, como si las generaciones que los precedieron no cargaran ninguna responsabilidad por lo hecho y por lo que se ha permitido que otros hicieran?
No debemos olvidar que aquellas décadas de vida acelerada, de futuros exigentes, de ansiedades impacientes, de ingenuidades políticas, en las que se vivió el deseo al máximo, hicieron pensar que todo deseo era realizable, y que todo el mundo podía proyectar sus deseos. Tanta inocencia se encontró con un muro de cemento que el sistema capitalista mantenía oculto de la mirada de los idealistas. Todas aquellas ilusiones se convirtieron en fuertes sentimientos de frustración. Una nube negra tapó el horizonte de los sueños tras la cual se empezó a dibujar una nueva realidad: una severa crisis tomó posesión de nosotros y de nuestras vidas.

martes, 25 de marzo de 2008

Del joven modelo a los modelos de joven

Pasados los procesos militares América vuelve al encuentro con la democracia, o formas similares, democracias de baja intensidad, democracias formales, democracias fraudulentas algunas, democracias para el mercado otras, modos de hacer referencia a que la democracia no había recuperado lo que se consideraban sus valores esenciales. Los jóvenes que no habían vivido el terror de Estado, por haber sido muy niños o por haber nacidos en la década de los ochenta, se encontraron con un gran silencio respecto del pasado inmediato. Los mayores no hablaban de ello, en las escuelas no se estudiaba esa etapa. Recién avanzados los noventa se comenzó a introducir estos temas en las aulas.
Las duras experiencias pasadas, el miedo de que vuelvan a darse cosas semejantes, la convicción de que lo mejor era ocuparse de sus propias vidas, dado que ocuparse en pensamiento y tareas que hicieran referencia a los problemas sociales había tenido un precio altísimo. Esas fueron las ideas y los valores que esos niños y jóvenes fueron incorporando a sus prácticas sociales, entendidas sólo como el desarrollo de proyectos personales. El valor de la competencia suplantó a la solidaridad, el consumo se convirtió en un valor insustituible, el egoísmo mostraba la necesidad de asirse a la realidad material, el disfrute era la meta buscada y la felicidad se reducía al placer de los pequeños momentos, en los cuales los sentidos vibraban aturdidos en una frecuencia superior.
Aquellos valores que se presentan como aspiración y como crítica a los ya establecidos e institucionalizados (en la familia, la escuela, la iglesia o los partidos) fueron limitándose a cuestiones de orden individual. Se podía ser rebelde, esto no estaba del todo mal visto, pero en la medida en que su rebeldía atacara sólo temas superficiales y pasajeros: rebelde en el modo de vestir, de peinarse, de colocarse aros, pulseras o collares, etc. Valores personales de autonomía, creatividad, autenticidad, realización, fueron cediendo ante la invasión de los nuevos conceptos acerca de qué era la vida y cómo había que transitar por ella. Así la apariencia fue el ámbito de la mayor innovación, y el cultivo del espíritu fue sustituido por el cultivo del cuerpo, la belleza se redujo a responder a determinados estándares físicos lo cual fue igualando en dedicación a varones y mujeres.
Fueron quedando atrás valores colectivos de contestación, crítica al poder, contracultura, nuevas solidaridades, no violencia. Ello hacía de los jóvenes los portadores sociales de esos valores encarnados en actitudes que llevaban a renovarlo todo. La idea de lograr en todas partes una nueva izquierda, una nueva iglesia, una nueva pedagogía, un nuevo mundo, un nuevo modelo de pareja,... toda aquella gran eclosión que afectaba a gente muy diversa, pero que tomaba como referencia a los jóvenes, quedó como uno más de los sueños locos irrealizables.
En una rápida ráfaga de transmutación de valores se había identificado lo que es bueno con lo que es nuevo. Éste con lo que es joven. Y, de ese modo, los jóvenes habían pasado a encarnar el bien social, entendido como cambio social. No nos debe sorprender que se acabara planteando que los jóvenes eran una nueva clase y los nuevos sujetos revolucionarios, pero sólo de las costumbres. Este endiosamiento de los jóvenes, al final vaciado de contenido, nos precipitó ante una juventud que deja de ser un lugar de paso y empieza a ser un punto de llegada o un referente último. La vida es vida joven, el resto es decadencia. Estos jóvenes transformados por arte de las técnicas del marketing y la publicidad, son el futuro y nos muestran el futuro. Lo que la sociedad llegará a ser ya lo tenemos ante nuestros ojos, en los jóvenes.
Pero, los mayores, adultos, maduros y responsables, vimos venir todo esto y callamos, miramos para otra parte o no nos dimos cuenta de lo que nos estaban preparando. Los jóvenes fueron las víctimas propiciatorias.

miércoles, 19 de marzo de 2008

Los sueños de los sesenta

Toda América se ve sacudida por un fenómeno que dejó secuelas para generales. Para unos por el mal ejemplo que podía desparramarse sobre el continente, para otros como modelo del camino a seguir: la Revolución cubana. En un primer momento las noticias e informaciones eran muy confusas respecto de los barbudos que habían tomado el poder en la isla. Poco tiempo después la palabra encendida del comandante Che Guevara se hace oír en la Conferencia del Punta del Este. Lo radical de su mensaje divide aguas, pero nadie puede quedar sin sentir en su interior que algo estaba sucediendo. El discurso con fuerte acento ético y de compromiso personal con la causa de los pobres, que pronunciaban los Jefes de la revolución, ante un mundo que todavía se solazaba con los sueños del cine de Holywood, el star-sistem, el american way of life, etc., y lo creía posible y alcanzable manifestó su rechazo. Sin embargo, en los jóvenes disconformes con el mundo que le prometían pero que no era posible alcanzar respondieron de otro modo.
La década, entonces, se encuentra con los jóvenes franceses del ’68, que ya vimos, con sus demandas de máximas exigencias que terminan en la nada. En este retrato el ‘68 pasa a ser la culminación frustrada de una dinámica que mostraba la necesidad de nuevos parámetros culturales y de nuevas formas de vida, más allá de transformaciones económicas o políticas. Es necesario subrayar que era una dinámica protagonizada básicamente por jóvenes urbanos, de clase media y con estudios medios o superiores que habían gozado de un creciente bienestar, tanto allá como en la periferia. Planteaban la posibilidad de instaurar nuevos estilos de vida, diferentes pautas de conducta y un reparto alternativo del poder social y cultural, no sólo del político.
La confrontación fue más cultural que política y económica, y en esos términos adquirió una difusión más masiva que la que suponía el camino de altas exigencias de los cubanos. Pero, de todos modos, esto desbordó rápidamente las estructuras institucionales e ideológicas, identificadas cada vez más con el miedo o con la resistencia al cambio y preocupadas por adaptarse, sin renunciar a su cuota de poder, de bienestar económico por poco que éste fuera. El cambio económico, cultural y social fue cristalizando en un conflicto generacional de grandes dimensiones. América Latina ve aparecer el proceso de jóvenes radicalizados que optan por la vía armada como camino de realización de los cambios demandados, ante lo que consideran vías imposibles de transitar, como la vía electoral y las prácticas en el seno de los partidos políticos.
Esos jóvenes que optaron por la vía violenta cortaron el mundo joven, separándolo por un abismo profundo: o se estaba con la revolución o se era un burgués claudicante. Lo extremo del planteo aisló a aquellos que optaron por lo primero y esto facilitó la tarea a los que se encargaron de ahogar esas protestas, acusándolos de criminales, de aventureros. Abrieron el camino de otros que utilizaron a los militares que habían sido entrenados en los Cursos de Panamá, imbuidos de la Doctrina de la Seguridad Nacional y de las Nuevas Fronteras Ideológicas.
Un baño de sangre, torturas y desapariciones pusieron punto final a los sueños revolucionarios. Los Salvadores de la Patria encontraron justificación a su proyecto de asalto al poder y América tuvo que padecer una secuencia de golpes militares que se amparaban en el peligro rojo, como ellos lo llamaron.

viernes, 14 de marzo de 2008

Los jóvenes sesentistas

Los jóvenes sesentistas

Quedó dicho anteriormente que el proceso se había ido incubando a lo largo de la primera mitad del siglo XX pero estalla específica y emblemáticamente, a lo largo de los 60. La rebelión juvenil encontró una posibilidad en el clima de posguerra, dadas las condiciones en que había quedado sobre todo, aunque no sólo, Europa. Retengamos lo que ésta representaba como espejo para los países periféricos. Dentro de ellos Argentina se sentía especialmente tocada por los fuertes condimentos de origen que arrastraba nuestra cultura. Las consignas que los jóvenes enarbolaban allá encontraban eco en la juventud latinoamericana. Desde el Paz y amor de los hippies hasta los graffitis de los jóvenes franceses, que trascendieron internacionalmente a partir de Mayo de 1968. Un halo de romanticismo, idealismo, compromiso y entrega emanaba de esas prácticas sociales, en una mezcla que presentaba diferentes combinaciones.
No debe olvidarse que los cincuenta y los sesenta son las décadas del proceso de descolonización que dio origen al Tercer Mundo. Revolución, emancipación, liberación nacional, socialismo, etc. eran palabras frecuentes en el habla de los jóvenes de entonces. La década prodigiosa, como alguien la denominó, fue una década juvenil, protagonizada por los jóvenes. Éstos se sintieron protagonistas de la historia y la vanguardia del cambio social. Si bien no eran mayorías los que se comprometieron personalmente con esas prácticas políticas, su actitud encontraba diferentes ecos en el resto de los jóvenes. Fue una década de gran crecimiento económico (algunos afirman que el mayor que ha experimentado jamás la humanidad), durante la cual todavía el Estado de Bienestar hacía sentir su presencia. Fue también una década en la que empezaron los cambios ideológicos e institucionales que se vivieron como banderas de nuevas esperanzas: expectativas (y triunfos) revolucionarias, nuevas fronteras, Revolución cultural, crítica al "culto de la personalidad", etc.
El profesor Joseph M. Lozano dice: “El cambio se orientaba no sólo a cambiar el mundo o las estructuras de poder, sino que pretendía ir más allá: había que cambiar la vida, según se decía. La vida y la práctica cotidianas pasaron a ser vistas como el lugar de las transformaciones revolucionarias. La aspiración al cambio, pues, alcanzaba a todos los ámbitos vitales. Por lo tanto, las ideologías y las instituciones que hasta aquel momento habían pretendido ordenar el mundo y la vida se veían contestadas y desbordadas. Estalla la actitud contracultural –que más bien es una actitud que hace cultura a la contra – que se convierte en una clave de interpretación de propuestas, situaciones y conflictos muy diferentes e incluso contradictorios entre sí”.
La falta de realismo que invadía el espíritu juvenil, consecuencia de un romanticismo que no permitía reflexiones maduras, puesto que eran vistas como claudicaciones burguesas, fue en gran parte la causa del agotamiento de ese proceso. La vida que había que cambiar fue después la vida que fue cambiando a muchos de estos jóvenes. Ya a mediados de los setenta los viejos tradicionales que habían vivido conmovidos y asustados por estos cambios podían decir burlonamente: “De jóvenes incendiarios y de grande bomberos”, o aquella frase atribuida al conservador W. Churchill: “Quien no ha sido socialista a los veinte es un insensato, quien sigue siéndolo después de los cuarenta es un estúpido”.
Había llegado la hora de la marea baja, del repliegue, del sosegarse, para amargura de unos y beneplácito de otros. La década de las revoluciones dejó grandes enseñanzas a los dueños del mundo. Repuestos éstos de las pérdidas y desgastes de las dos guerras, comenzaron a pensar en como encarrilar el cuarto final del siglo. Se crea la Comisión Trilateral con el objetivo de acordar políticas entre los tres grandes grupos capitalistas (EE. UU., Europa y Japón) para definir el curso del último cuarto de siglo, ante lo que consideraron un desorden perjudicial producido por los procesos políticos de liberación.

lunes, 10 de marzo de 2008

El extraño encanto de ser joven

Para una mayor claridad me parece que la interpretación más aceptable es la que sostiene que, propiamente, no hay problemas o cuestiones juveniles, sino problemas sociales que se reflejan o se condensan en los jóvenes. Repitiendo la ya dicho: son los jóvenes los que han asumido el difícil papel de contestarios ante una sociedad que prefería callar y someterse a normas y valores que eran muy difícil sostener. Eran la expresión y el reflejo de temas que los excedían, pero que como no podía ser de otro modo adquirían rasgos propios y específicos. De manera semejante a como se manifiestan con su propia especificidad otros grupos sociales y/o generacionales. Pero, si en ello quería verse la anticipación de un futuro posible, lo que hay que decir desde ahora es que los jóvenes no anticipan el futuro, sino que concentran las tensiones del presente. Ellos no son lo que la sociedad será, son lo esta sociedad en parte ha hecho de ellos.
La juventud ha sido convertida, simultáneamente, en una edad de moda y en una edad modelo, y lo ha sido en el marco de una sociedad que ha debido soportar la pesada carga de ver y padecer una aceleración del ritmo de vida desconocida antes. Que ha visto como se desmoronaban tantas supuestas verdades eternas, como se caían en pedazos los modelos que habían sostenido conceptos fundantes de nuestros modos de ser. Por lo tanto debe quedar claro, según mi opinión, que los problemas o las preocupaciones de los jóvenes no son problemas o preocupaciones juveniles, son temas de todos nosotros que fueron asumidos por ellos para poder sobrevivir.
Además, la pretendida categoría social jóvenes es un modo de meter dentro de una bolsa una pluralidad de temas y problemas que pretende caracterizar la realidad juvenil, como toda generalización lo hace de cualquier segmento social. No es más que una abstracción que puede ser útil a los fines del análisis, pero que comienza a distorsionar la realidad en cuanto suplanta a ésta en nuestro pensamiento: achata y superficializa lo que se pretende comprender. Aunque sólo sea por claridad mental, deberíamos dejar de hablar de la Juventud (y, por lo tanto, de sus supuestos defectos y virtudes) y hablar de los jóvenes, como una manera modesta de reconocer la pluralidad de formas de pensar y vivir que podemos hallar entre la población juvenil, como entre toda la población, por otra parte.
Esto es difícil, sin duda, puesto que en los últimos años nos hemos habituado a percibir a los jóvenes desde un modelo paradigmático de lo que es ser joven y de lo que tiene que ser un modelo de joven, puesto que ante la mirada de los adultos es tema de desvalorización o de imitación enfermiza simultáneamente. Por otra parte, en un contexto de cambio cada vez más acelerado, el discurso tradicional sobre los jóvenes se convierte rápidamente en obsoleto. Esto lo perciben ellos en esos discursos que deben escuchar sobre el pretendido deber ser, dicho desde una cultura que ya no sostiene esos valores, por lo que se torna un diálogo de sordos. Ya no puede verse al joven (ni vivir la propia juventud) bajo los parámetros del sacrificio y de la preparación para un futuro, entendido como la entrada en unas formas de vida ya básicamente establecidas. Esto ignora que las puertas de esa entrada están cerradas para una porción muy grande de ellos.
Y lo más grave que ellos sienten, aunque muchos no estén en condiciones de verbalizar esos sentimientos, es que el mundo que les mostramos es lo opuesto al que decimos que debe ser. Además, y esto vuelve más grave aún la cuestión, el mundo real que ellos ven es el resultado de lo que hicimos y dejamos que otros hicieran, lo cual nos quita gran parte de nuestra autoridad moral ante ellos.

lunes, 3 de marzo de 2008

Juventud, divino tesoro

Estas últimas décadas han colocado como problema a un conjunto de seres humanos dentro de la categoría de jóvenes. La primera definición que se nos presenta es: son aquellos que tienen entre 15 y 25 años. Sin olvidar que estos límites han pasado a ser sumamente flexibles en ambos extremos, sobre todo en estos tiempos en que ser joven (o parecerlo) se ha convertido en un valor en sí mismo. Tenga la amplitud que quiera dársele a esta categoría, todo lo que incluye ha pasado a ser un serio tema que insume horas de charlas, lecturas y reflexiones sobre él. Estas líneas intentan ser un posible modo de encuadrar este tema para que nos permita avanzar y esclarecernos sobre él. Un poco de historia.
Para no ir tan atrás, desde comienzos hasta mediados del siglo XX, ser joven era ser portador de unas carencias que no permitían ingresar a la categoría de adulto. Dado que ésta era la portadora de una libertad a la que no era posible acceder hasta madurar, ser adulto, estatus respetable y deseable en aquella época. La cultura determinaba con toda claridad las exigencias que se le imponían al joven para pasar de una a la otra condición, pero creo que podría centrarse en una cualidad: ser responsable. Los símbolos exteriores que denotaban su ingreso estaban, en parte, representados por el uso de pantalón largo en los varones, junto a la posibilidad del bigote y el sombrero. Para las damas el uso del taco alto y el maquillaje. Esto dicho en términos muy esquemáticos.
La posguerra desató un vendaval de cambios que comenzaron a irrumpir en los cincuenta y se desataron con más virulencia en los sesenta. La presentación en sociedad de los jóvenes nacidos después de la II Guerra Mundial no presentó una dificultad en sí misma, pero éstos se sintieron con mayor libertad para expresar muchas cosas sabidas pero ocultas sobre las insatisfacciones de la sociedad moderna. Éstas podían ser expresadas como las promesas incumplidas que se postergaban siempre para un mañana, el monopolio de la verdad en poder de los mayores, la subordinación de la mujer al hombre, valores morales que no eran más que mero formalismos, etc. Se fue asumiendo un modo un tanto desfachatado de mostrar sus verdades, muchas veces con el simple propósito de escandalizar. No por ello dejaban de poner frente a la cultura tradicional temas que debían ser asumidos para un debate necesario.
La necesidad de ese debate era dejada de lado, o postergada, bajo el pretexto del rechazo a las formas que adquirían desvalorizando el contenido de las protestas. Debemos plantearnos, al decir del profesor Joseph M. Lozano: “Resulta, pues, decisivo no caer en la trampa de hablar de temas como «el problema juvenil»; sino afrontar los hipotéticos problemas que (se supone que) plantean los jóvenes. Problemas que son reflejo –a veces espejo, a veces retrato, a menudo caricatura – de problemas que comparten con otras generaciones... y, también, como problemas de algunas instituciones para con los jóvenes”. Debemos detenernos a reflexionar si es que existe realmente el problema joven o si, en cambio, éste no está encubriendo un problema mucho más general y abarcador de la cultura moderna, en épocas de agotamiento de un modo de pensar y vivir. (Sigue)