viernes, 20 de junio de 2008

Dicen que una vez…

A lo largo de la historia los pueblos han atesorado gran parte de la sabiduría ancestral en formas de cuentos que guardaban una enseñanza. Así la tradición oriental nos legó pequeñas historias que nos hablan de actitudes, gestos, conductas, ejemplos, que trasmiten valores éticos que pueden orientar nuestro pensamiento y nuestra vida. En las fábulas Esopo puso en boca de animales lo que su esclavitud no le permitía decir como hombre; la tradición hebrea compuso midrash y la tradición cristiana nos legó las parábolas de Jesús. Yo quiero dejarles un pequeño cuento que nos habla de estos tiempos.
En una ciudad del interior de nuestro país, hace unos cuantos años atrás, comenzaban a modificarse los hábitos de los jóvenes por la influencia de la gran capital y de la televisión. Los tradicionales bailes del fin de semana se extendieron desde le jueves hasta el domingo, por lo que de los siete días de la semana cuatro podían ser de trasnochadas. También se fue modificando el horario de inicio de esos encuentros, postergándolo con el tiempo hasta llegar a encontrarse a las dos, tres o cuatro de la madrugada. Esto dio lugar a otra novedad en las conductas: para ese tiempo de espera se citaban en casa de alguno de ellos y tomaban alcohol como preparación. Por lo que el estado en que llegaban a los boliches era lamentable.
El alcohol, más el uso de algunos estimulantes, excitaba de tal modo a los concurrentes que las peleas comenzaron a ser un condimento infaltable de esas reuniones, que terminaban ya comenzado el nuevo día. El tema fue generando preocupación en los vecinos de esos boliches, se fueron agregando algunos padres que ya no podían manejar el problema, luego se oyeron las voces de los docentes que denunciaban las condiciones en que llegaban los alumnos a los colegios el día lunes y sus pobres rendimientos.
Las quejas llegaron hasta las autoridades y dieron lugar a reclamos por el vacío de normas legales sobre el funcionamiento de esos “centros de diversión”. Comenzaron los debates y en ellos aparecieron diversos argumentos tendientes a lograr una reglamentación que pusiera límites a esos desvíos de conducta. Había voces que se inclinaban por el cierre de esos lugares de encuentros, otras más moderadas pedían que se fijara edades mínimas para permitir el acceso y se prohibiera la venta de alcohol, de los estimulantes se decía poco porque se suponía que estaban prohibidos, aunque todos sabían que en esos lugares se conseguían.
Los dueños de esos lugares bailables se unieron ante la posibilidad de que la nueva reglamentación tuviera una consecuencia lesiva para sus rentas. La cámara que los agrupaba pidió ser una voz escuchada en esos debates, lo que dividió a las autoridades entre los que abogaban por los “consensos” y los que se negaban a que estos empresarios interesados en preservar su negocio fueran aceptados. Una gran parte de los jóvenes hablaron de autoritarismo, de recortes a la libertad, de imposiciones dictatoriales, etc.
Para esclarecer las implicancias del tema se convocó a médicos y psicólogos para que dieran sus puntos de vista sobre el problema. Entonces se oyó hablar de la salud, de los trastornos del sueño, de las alteraciones de las conductas por trasnochar y por la ingesta de alcohol. Las autoridades policiales advirtieron sobre la necesidad de tener que llegar a reprimir con dureza, para poder contener los desmanes que producían a la salida de esos bailes los jóvenes en estado de ebriedad. Los empresarios hablaron de la libertad de mercado, de la libertad de comerciar, del perjuicio que ocasionaría a los propios jóvenes modificar hábitos ya arraigados en las conductas juveniles.
No se pudo llegar a ningún acuerdo porque los intereses privados se contraponían con los de la comunidad. Pero quedó en evidencia que los primeros tenían mayor fuerza que los otros, y que los medios de comunicación los apoyaban en “defensa de las libertades públicas”. Todo quedó igual, pero fue empeorando poco a poco. El viejo Esopo terminaba una de sus fábulas diciendo: «Si el sabio no aprueba malo, si el necio aplaude peor».

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