domingo, 10 de abril de 2011

XXI.- Provisorias reflexiones finales I

Me atrevo a decir que el círculo se ha cerrado. Partimos de la afirmación: «La codicia es buena», que he tomado como una buena excusa para reflexionar sobre el sistema capitalista y su cultura burguesa. Este análisis nos llevó a revisar las condiciones de inicio del capitalismo y allí recurrí a Weber y su célebre tesis sobre el «espíritu del capitalismo», que nos permitió pensar un tema que es fundamental para nuestra reflexión: la incidencia de los valores de la cultura en los procesos políticos. Está afirmación no intenta contradecir las tesis de Marx sobre el papel fundamental de la economía en el armado de las relaciones sociales, sólo pretende subrayar que en esta etapa del capitalismo financiero y a partir de la década del setenta del siglo pasado, como ya quedó dicho, concentró sus baterías informáticas sobre la población del planeta para catequizarla en el evangelio del consumo, la satisfacción de todos los deseos por el placer inmediato, el hedonismo ramplón. Es decir por la inculturación de un modo de vida sustentado en los valores del “American dreams” .
Partiendo, entonces, de la codicia recorrimos los últimos siglos de la cultura occidental y revisamos los resultados y consecuencias de la implementación de ese modelo. Después de la hoy ya mitológica Caída del Muro de Berlín, se expandió la sensación de que había desaparecido la última esperanza de un mundo mejor, del enterramiento de las más bellas utopías, pareció que no quedaba espacio disponible para pensar en alternativas diferentes. Lo que se difundió con bombos y platillos es que el capitalismo liberal había triunfado y no había más nada para debatir. Las décadas siguientes parecieron transitar por un túnel de la historia en el que se comenzaron a ver paisajes ya muy conocidos: una explotación cada vez mayor del trabajo humano, la pérdida paulatina de las conquistas obreras que tanto habían costado conseguir y, como contrapartida, la explosión irresponsable de una furia financiera por la conquista del mayor lucro posible. El estremecimiento que produjo pensar en el eclipse del futuro fue un sentimiento que embargó a muchos sectores de la población del planeta. Esto es la verificación de la eficacia de la inculturación del modelo global.
Entonces, sin futuro, el presente se convirtió en un tiempo en el que había que consumir y disfrutar desesperadamente, de cualquier modo al alcance de la mano, sin miramientos, utilizando cuanto se consiguiera para lograrlo sin reparar en consecuencias, pero sólo para aquellos que estuvieran “habilitados” para ello. A esta etapa el pensamiento posmoderno la denominó “el fin de la historia” y “el fin de las ideologías”. Un modo de reconocimiento explícito de que las utopías de la modernidad se habían agotado.
En un tiempo en el que nada era posible esperar, la vida se convirtió en un perpetuo presente, el futuro en tanto tal, como la aparición de los sucesos históricos del devenir, había desaparecido, sólo conservaba la idea de un transcurrir tecnológico cuyas novedades se conseguían en el mercado. La disociación de la subjetividad espiritual y la práctica de la vida cotidiana agostó a la primera convertida en un simple delirio escapista. No fue un tiempo propicio para la reflexión profunda y, por ello, la política se subordinó a los dictados de la economía pensada como una actividad de expectativas de corto plazo. El mediano y largo plazo había sido entregado al manejo de los dioses, misteriosos e incomunicativos. Una sensación de inseguridad espiritual se apoderó de tantos, por ello una ansiedad estimulada sumergió la conciencia colectiva en una cuasi desesperación, aunque se ocultara debajo de los bienes del consumo.
Todo ello hablaba de la profunda crisis de la Cultura Occidental, de un final de época que se manifestaba pero no se asumía. Sin embargo, paralelamente a ello América aparecía como un continente prometedor, lleno de promesas que el espíritu noratlántico no estaba en condiciones de percibir. En el año 1968 el papa Pablo VI había proclamado: «América Latina es el continente de la esperanza», poniendo en relieve «la original vocación de América Latina de plasmar en una síntesis nueva y genial lo antiguo y lo moderno, lo espiritual y lo temporal, lo que otros le han dado y su propia originalidad». Esta cita, como ya aclaré antes, no tiene ningún carácter religioso. Sólo recurro a un intelectual de una formación exquisita que anuncia al mundo que, ante la decadencia de la cultura europea está naciendo la alternativa de una cosmovisión diferente y más esperanzadora. Este es el punto del tema.
Porque en ese momento se amasaba en estas tierras un modo de pensar, síntesis de tradiciones indígenas y del resultado de la crítica a la tradición del pensamiento moderno, que prometía un nuevo punto de partida para una reflexión novedosa. Ésta se expresó en dos corrientes paralelas de estrecho vínculo entre ellas: la Filosofía de la Liberación acompañada por una Ética de la Liberación y una Teología de la Liberación que partían de otro punto sus indagaciones. Para proponer dos figuras representativas, con el enorme riesgo de ser injusto, nombro a Enrique Dussel como representante de las primeras y a Leonardo Boff de la tercera.

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