domingo, 6 de enero de 2013

Reflexiones sobre la esperanza IX



 Llegados a este punto  detengámonos para repensar lo que hemos leído. Tomar nota de las dificultades que presenta ser esperanzados es un buen punto de partida, puesto que ello nos posibilita elaborar un diagnóstico sobre la actualidad. Plantados sobre ese suelo, liberemos nuestro pensamiento.
Es evidente que la esperanza es algo que desearíamos sentir muchos para poder creer, pero también, que no son muchos los que hoy hacen gala de ella. ¿Cómo es que algo tan deseado sea tan escaso? Si fuera una mercancía conseguible en el mercado, su escasez podría darnos una respuesta. Se podría contestar también, como ocurre a menudo, que los tiempos no ayudan, que las cosas andan mal. Esto haría suponer que ha habido épocas en que la esperanza abundaba, porque esa realidad lo posibilitaba, pero quien afirme esto no conoce mucho de la historia. Se podría afirmar que desde los tiempos del Antiguo Testamento (siglo X a.C.) ya nos encontramos con testimonios de quejas contra los males de la época, y esto es verificable a lo largo de toda la historia.
Hasta Discepolín nos confiesa: «Me he vuelto pa' mirar y el pasao me ha hecho reír… ¡Las cosas que he soñao, me cache en die, qué gil!» No es poca amargura, madre de la desesperanza. Sin embargo, podemos  pensar junto con Santiago Kovadloff que: «La esperanza no funda su consistencia en la confianza que le despierta lo venidero. El mensaje venturoso que ella dice oír proviene del presente, no del porvenir. De modo que la esperanza extrae su energía de la inmediata realidad que habita, de la presencia inequívoca de aquello que da sustento a su consecución».
Ser esperanzado es, entonces, ser capaz de encontrar razones presentes que sostengan la expectativa, contra todo pronóstico negativo. Debemos cimentarnos en la certeza de que algo mejor que lo actual no es sólo posible, sino practicable, porque la espera de la esperanza no debe ser pasiva, como la de un observador neutro que va a dar testimonio del resultado. Debe ser activa, tomar parte de las posibilidades dentro de las cuales puede resolverse este presente, sin desdeñar las dificultades ya vistas. Saber, además, que el camino desde este hoy hacia un tiempo mejor no tiene una sola posibilidad y que ésta ya está escrita, sino que se debaten, a cada momento, múltiples componentes de variada intensidad y que, por lo tanto, la intervención de la voluntad humana, individual o del conjunto, alterará el resultado en un sentido o en otro.
Kovadloff nos ayuda a comprender: «El “escándalo” de la esperanza consiste en ocupar los sitios donde, en apariencia, nada invita a germinar». Pero, como afirma la sabiduría popular, "las apariencias engañan" y dejarnos conducir por ellas nos arrastra por caminos llenos de errores. Podrá decírsenos que eso es actuar sobre conjeturas de cómo será el futuro. Pues sí, pero ¿qué otra cosa hace el pesimista? ¿De dónde saca su certeza sobre lo nefasto?; ¿No son también las suyas conjeturas que exhibirá, si acierta, con aires de suficiencia?
La diferencia entre un caso y el otro es que en el pesimista hay un regodeo con el fracaso y, en el esperanzado, el goce de la espera de un tiempo mejor. El primero tiene el alma llena de frustraciones que derrama sobre el presente y el futuro y, en espera de su confirmación, acarrea penurias. El segundo llena su alma con las ideas de un tiempo que imagina mejor, vive de y por esa espera, pero tiene los pies en este presente. No actúa como el iluso que se prende sin más a la primera idea que le parece atractiva. Se afirma sobre suelo conocido y apuesta por lo mejor de las posibilidades que el presente ofrece. Por ello, no desconoce los fracasos y las frustraciones, pero guarda siempre la convicción de que éstos son siempre transitorios.
Volvamos a Kovadloff: «El hombre esperanzado, entonces, no es fruto de una ocasión propicia en la que el dolor ha quedado atrás, sino el creador de su oportunidad en medio del infortunio… Caer es algo ineludible, pero no implica resignarse a la postración». Si la esperanza es sólo fruto de una gracia recibida, si encuentra terreno fértil sólo cuando todo augura un presente mejor, si se muestra en todo su esplendor cuando el presente muestra ya el rostro de tiempos más felices, este modo de vivir no exigiría esfuerzos, ni siquiera personas esperanzadas. Es lo que nos exige el pesimista, que todo sea claro y palpable para creer. Pero en ese caso creer no tendría sentido ni valor. Creer en que mañana saldrá el sol por el horizonte es de tontos, sobre ello no cabe la menor duda. Allí no hace falta fe alguna. Creer es necesario cuando el presente exige poner lo mejor para que el mañana deseado sea posible. La vida humana es una apuesta constante hacia el futuro y en ella radica la presencia de lo mejor de lo humano: en la participación de la voluntad de todos y cada uno, hecha proyecto, como coautora de los hechos cotidianos.

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