sábado, 30 de marzo de 2013

El valor de las palabras VII



Este divorcio entre las necesidades reales para enfrentar el mundo de hoy, que no se restringen a las exigencias que imponen las empresas para conseguir un empleo, éstas son meramente técnicas, introduce una problemática más amplia. Pero aun cuando nos atuviéramos a esas imposiciones, nos encontraríamos con las observaciones de una especialista en el tema. La Licenciada Claudia Messing[1], codirectora de la empresa de selección de personal Organización Vincular, sostiene:
Lo que las empresas exigen hoy son profesionales con perfiles muy claros, aunque difíciles de hallar... buscan gente con capacidad de iniciativa, flexibilidad para adaptarse a los cambios y capacidad para el trabajo en equipo. Pero ¿existen estos atributos en el mercado laboral? En escasísima cantidad. La mayoría de estas capacidades, tan necesarias como difíciles de hallar, son cualidades personales que no se adquieren en ámbitos académicos ni laborales, sino dentro de las familias a partir del reconocimiento de las diferencias y la incorporación de los límites.
Nos enfrentamos, nuevamente con la otra dimensión institucional del problema: la familia. En esos primeros años, como ya quedó dicho, se colocan los primeros ladrillos del cimiento intelectual,  afectivo,  caracterológico, disciplinario, sobre los cuales se irá edificando el edificio de su personalidad. La falta de límites atenta seriamente contra la madurez posterior. El manejo de los límites, cuando han sido debidamente guardados en la conciencia a partir de la experiencia personal, posibilita una mayor libertad de conductas, ya que esa experiencia le muestra lo que se puede y se debe hacer y qué no,  lo cual está indicando el grado de madurez personal. No es libre quien está sometido a las imposiciones del deseo (“¡lo quiero todo y lo quiero ya!”) sin capacidad de definir qué y cuándo, sí o no. Todo ello se incorpora en los años primeros en el ámbito familiar o dificultosamente se lo logra después. Esto es lo que señala la Lic. Messing.
Quien ha incorporado las reglas de conducta, que la madurez le estipula, ha aprendido la necesidad de brindar el tiempo y la dedicación necesaria a los aprendizajes, sin los cuales no se puede crecer, porque esa madurez también le indicará cuáles son sus limitaciones y dificultades que deberá superar. Entonces administrará con disciplina sus tiempos evaluando y apreciando lo importante, y postergando o rechazando lo superfluo. Podrá desarrollar su inteligencia, y este es un concepto que no está claro hoy. Según Barcia:
La inteligencia[2]  es la capacidad de “leer dentro de la realidad”. La persona que supera las apariencias y penetra en el fondo de la realidad, ese es inteligente, aunque nunca haya escrito nada en una computadora ni sepa idiomas. Insisto, el que interpreta la realidad es inteligente. Una persona puede ser analfabeta pero ser inteligente; y además de inteligente ser sabia, que ya es un concepto más profundo. Es un error creer o sostener que el chico que es hábil para manejar una computadora es inteligente. Estoy seguro de que la mayoría carece de la capacidad para hacer un razonamiento lógico elemental. Y la otra cuestión es que la formación del docente está muy atrasada respecto de lo que tiene que ser la formación electrónica, y se necesitarían por lo menos diez años para ponerse al día.
La distinción entre inteligencia e información es imprescindible en la educación del alumno. Atiborrar de textos que se repiten literalmente no desarrolla la inteligencia. En todo caso, sí lo hace con la memoria, necesaria pero no insustituible. Lo que hoy se intenta poco es a trasmitir la importancia de la buena lectura, pero la lectura con comprensión de los textos. Esta debe ser acompañada en los primeros años por la lectura  en voz alta, ya que asegura nuestro académico: «La oralidad es aun más importante que la escritura», y agrega: «Una evidencia de esto es que la mayoría no sabe leer en voz alta ni en voz baja, y ni siquiera saben hacer interpretación de texto, es decir, no saben lo que han leído». Esto explica el estado en que llegan a los niveles superiores.



[1] Licenciada en Psicología y en Sociología por la UBA; especializada en Psicología Social; directora de la Escuela de Post-Grado en Orientación Vocacional y Terapia Vincular-Familiar; terapeuta familiar. Codirectora de la Organización Vincular. Miembro de la Sociedad de Terapia Familiar (SATF).
[2] La inteligencia (del latín “intellegentia”) es la capacidad de entender, asimilar, elaborar información y utilizarla para resolver problemas. El Diccionario de la Lengua Española de la Real Academia Española define la inteligencia, entre otras acepciones, como la «capacidad para entender o comprender» y como la «capacidad para resolver problemas». La inteligencia parece estar ligada a otras funciones mentales como la percepción o capacidad de recibir información, y la memoria o capacidad de almacenarla.

miércoles, 27 de marzo de 2013

El valor de las palabras VI



Como el diagnóstico del Dr. Barcia nos precipita en conclusiones tan tremendas, detengámonos a revisar el actual cuadro social educativo. Sus análisis se centran en las deficiencias que presentan el sistema educativo y el contexto familiar y cultural. Parte de una tesis por mí compartida puede enunciarse así: la educación requiere, de parte del docente, autoridad intelectual, dedicación y atención de los recorridos educacionales de los alumnos, para atender sus carencias; y, de parte del alumno, dedicación y disciplina para estudiar. Entonces se pregunta:
¿Por qué se ha perdido esta autoridad educativa? Porque la escuela normal ha perdido su vigencia, ha sido desplazada y postergada. Y la formación docente se ha ido deteriorando, porque las universidades han sido poco realistas en el enfoque y en la aplicación para la formación de los docentes. Las universidades han sido cada vez más autistas y más independientes de la realidad y entonces producen un egresado que no tiene conciencia de lo que es enfrentarse con alumnos en un grado de la secundaria. Parafraseando a Aristóteles, «la única verdad es el aula», es decir, no se preparan para la realidad.
La desconexión entre la realidad social y el ámbito del aula es un problema serio; sin embargo, esa desconexión puede encontrarse también en la educación familiar. Se produce una especie de autismo educativo por el cual lo que debe incorporar el alumno lo define el aula y lo que debiera aprender en sus primeros años no lo enseña la familia. Aparece una gran desorientación —aunque se está trabajando sobre ello— en el estado de la conciencia colectiva de los padres y de los docentes de primaria y secundaria, sobre todo en los de más edad: muestran una falta de pasión por lo que hacen (con las consabidas excepciones), con el diagnóstico depresivo de que “nada se puede hacer con estos chicos”. La verificación del pobre equipamiento intelectual, emocional y conductual con el que llegan al nivel universitario es más que elocuente. A ello responde Barcia:
Lo que está pasando es una gran apatía. Se ha perdido la promoción y los alumnos solo pasan de año. La idea de la promoción es un ascenso, la de pasar por año es el mismo nivel pero con otra categoría y no hay elevación. Y cuando egresa, no se puede adaptar a las exigencias del mundo real, entonces el padre protesta y habría que responderle que en realidad se gestó lo que él mismo alentó al no permitir que se exigiera lo que ese joven era capaz de dar. La ley de la exigencia permite que uno crezca, es como un músculo que es necesario ejercitarlo para que dé su mayor potencia. En síntesis, es la cultura del esfuerzo lo que está faltando.
El permisivismo familiar tiende a repetirse en los ámbitos institucionales en los que el niño deba actuar, donde pretenden e intentan reproducir el cuadro de las relaciones familiares. Hay en este tema una distorsión del concepto de autoridad, probablemente como herencia del autoritarismo del Proceso Militar, aunque no solamente de allí. Dice Barcia:
Autoritarismo es un vicio de la democracia, es el pisar la cabeza del de abajo. Pero la palabra autoridad[1] viene del latín y significa hacer crecer y promover. Es decir, el que tiene autoridad no es el que pisa la cabeza, sino el que promueve y lleva a un proceso de crecimiento, de elevación. La autoridad genera confianza, permite y alienta la conciencia crítica, no quiere que se desarrolle como él sino mejor. Me animo a afirmar que en términos generales, los temores en materia educativa generan pusilánimes, y la autoridad deja de ser tal por temor al autoritarismo. Y cuando en una institución democrática no se ejerce la autoridad como corresponde, se la destruye. Los padres tienen un rol fundamental. Deberían ser los primeros educadores.



[1] Potestad, facultad, legitimidad. Prestigio y crédito que se reconoce a una persona o institución por su legitimidad o por su calidad y competencia en alguna materia, según la Real Academia Española.

domingo, 24 de marzo de 2013

El valor de las palabras V



No creo que a nadie sorprendan los temas que han sido citados. Se podrá tener un grado de acercamiento mayor o menor, se habrá reflexionado más o menos sobre todo este tipo de informaciones, pero la problemática flota en el aire y de algún modo nos ha tocado alguna vez. Es necesario que nos atrevamos a buscar algunas causas, aun a sabiendas de que la pluralidad de factores que han intervenido a lo largo de estas últimas décadas, más la complejidad de los procesos socio-históricos, dificultan mucho la tarea. Sin embargo, ello no debe amilanarnos para asumir el compromiso de tentar algunas explicaciones posibles y necesarias.
Volveré sobre las afirmaciones de Pedro Barcia, en su doble condición de presidente de la Academia Argentina de Letras y vicepresidente de la Academia Nacional de Educación, en la certeza de consultar a una autoridad académica de prestigio para que nos oriente en esta búsqueda. Nos ofrece, como primera aproximación, una descripción del cuadro social actual:
En general, el argentino medio está perdiendo con el tiempo el caudal verbal que tenía. El caudal léxico se ha empobrecido bastante. Otros niveles se han deteriorado, algo grave pero no tanto como la pobreza lingüística, que lleva a que el hombre no pueda expresarse con claridad, a que no pueda hacer una protesta, no pueda definir lo que siente o lo que piensa, y de esta forma el ejercicio de la libertad de expresión se reduce. Y esto no se da únicamente en los ámbitos socioculturales bajos, sino que se da en los mismos chicos que llegan a la facultad. En gran medida, se debe a que la escuela ha perdido mucho poder de formación de los muchachos y la familia no tiene casi diálogo.
Una digresión que, aunque parezca fuera de lugar, puede ser útil, merece ser introducida a continuación. El hombre ha adquirido el lenguaje después de un muy largo período evolutivo, comenzando con unos pocos sonidos guturales, como un puente entre los sistemas de comunicación animal y el habla humana. Las prácticas sociales, por el aumento de la complejidad de los sistemas de producción, exigieron paulatinamente una mayor riqueza, expresada en el aumento de la cantidad de vocablos con los cuales se iba haciendo referencia a objetos, actividades, sentimientos, situaciones específicas. Es decir, fueron apareciendo, con características propias de los hombres de cada región, modos del habla particulares que se constituyeron en las formas originarias de los diferentes idiomas. La evolución fue acompañada por una riqueza expresiva cada vez más rica.
Estudiados por la psicología evolutiva estos conocimientos altamente complejos, fueron desentrañando el proceso de la aparición del habla en el niño (evolución ontogenética: desde el nacimiento hasta la madurez de la persona). El discernimiento de los pasos dados por el niño permitió extrapolarlos al origen del hombre (evolución filogenética: el recorrido de las especies animales, en este caso el humano). El descubrimiento de la biología[1] del siglo XIX fue correlacionar la evolución del hombre respecto de las especies precedentes y encontrar  que el embrión humano reproduce todos esos estadios anteriores durante el embarazo y en su desarrollo posterior. Esto permitió, por comparaciones, diseñar un camino posible en la adquisición del habla. En síntesis, el habla humana ha ido evolucionando de formas elementales a formas cada vez más ricas y complejas, y sigue avanzando.
Volvamos a nuestro camino. Si la riqueza lingüística es una adquisición histórica y el idioma crece y se complejiza, ¿esto nos lleva a pensar que hemos comenzado un proceso de involución? La conclusión es muy pesimista, además de excesivamente precipitada, pero no deja de ser una advertencia respecto de este tiempo que nos toca vivir. Debe funcionar como un alerta que nos señala un emergente de gravedad que no podemos desconocer, puesto que los pasos siguientes anunciarían un empeoramiento. En una película bastante rudimentaria de argumento, pero de una trama sorprendente, se narra un experimento por el cual una pareja de marginales de hoy aparecen en un mundo 500 años después. La pintura de ese momento de la sociedad es terrible: los jóvenes hablan una lengua de escasas palabras, parecen deficientes mentales dominados por la droga y el sexo. Su título es Idiocracia[2], ‘el gobierno de los idiotas’, y el tema es una posible respuesta a la pregunta anterior.



[1] Ernst Haeckel (1834-1919) fue un biólogo y filósofo alemán que popularizó el trabajo de Charles Darwin en Alemania, creando nuevos términos como "phylum" y "ecología."
[2] Comedia cinematográfica del año 2006, dirigida por Mike Judge, que denuncia la cultura norteamericana, presentada como antiintelectual, insensible al medio ambiente, consumista, obesa, saturada por el marketing, dominada por las grandes corporaciones y fanática de la comida “basura”.

miércoles, 20 de marzo de 2013

El valor de las palabras IV



El valor de las palabras IV

Ese valor que debemos recuperar y al que ayudar para una toma de conciencia de su importancia, aparece resaltado en la exposición realizada por la licenciada Isabel del Valle, representante del Maine Humanities Council en la Argentina, sobre la relación de la palabra con la enfermedad, y su camino hacia la recuperación:
La dimensión narrativa es constitutiva de lo humano. El hombre pone su vida en palabras, no sólo habla con palabras, sino que sufre, piensa, ama, sueña y se proyecta en palabras. En ese contexto, la palabra es una mediación simbólica que permite la construcción de la identidad. Al narrar situaciones de su vida, el sujeto construye y reafirma su identidad desde una lógica interna de sentido propio. Pero a lo largo del ciclo vital, hay circunstancias en las que esa lógica interna se resquebraja, el sentido se desbarata y la identidad se fragmenta.
Esa circunstancia puede presentarse a través de la enfermedad, física o psíquica. La enfermedad es una crisis vital que atraviesa a la persona toda e impacta en la configuración de la identidad; nos vuelve indefensos, cambia el sentido de la realidad y amenaza nuestro proyecto vital. En ese sentido, continúa Isabel del Valle:
La palabra es uno de los recursos más válidos para tratar de limitar ese episodio que se percibe fuera de control. Como toda situación de alta intensidad emocional, la enfermedad reclama ,y hasta exige, ser puesta en palabras como forma de acotarla y entenderla. Vivir en la sinrazón es una exigencia intolerable para cualquiera. La primera forma de marcarle las fronteras a la enfermedad es darle un nombre. Bautizarla. El primer peldaño en el uso de la palabra. Poner la enfermedad en palabras es buscar explicaciones en el afán de dar sentido a la contingencia. El sentido será el puente entre esa añorada integridad pasada y el estado de fragmentación presente. Es un recurso indispensable para defender el mundo propio amenazado. El sentido permite instaurar una nueva lógica allí donde la había perdido. Hallar algún sentido posible donde parece ya no haberlo, ayuda al enfermo a reintegrarse y a mantener una actitud proyectiva.
Es muy interesante poder pensar la importancia de la palabra a partir de hechos pasados, presentes o posibles en los que alguna circunstancia inesperada nos coloca ante una situación nueva que nos exige comprender lo sucedido, encontrarle una explicación y una probable solución. Nada de ello es viable sin el concurso de la palabra que, cuanto más clara y significativa sea, mejor y mayor será la posibilidad de hallar la salida deseada. De lo que podemos proponer una conclusión transitoria: vida humana y palabra son dos modos de decir lo mismo. Sigamos leyendo:
En este contexto, podemos concebir la vida como un gran espacio de texto en blanco que se va escribiendo a medida que vamos viviendo. El hombre se vale de la palabra para contar historias ajenas, para narrarse a sí mismo y para posicionarse en el mundo. Al contar historias propias, se objetiva, se mira de frente y perfil, se explica, se escucha, se interpreta, se reedita una y otra vez. En ese ejercicio se convierte, al menos por un rato, en un visitante de sí mismo, lo que le da la posibilidad de pensarse, repasarse, reconocerse y comprenderse desde diversos ángulos y con nuevos juegos de luces. En ese marco, la palabra es constitutiva de su identidad personal.
Somos lo que decimos, y lo decimos como pensamos, pensamos de acuerdo con lo que hemos hecho de nosotros. Siempre la palabra ha sido el vehículo de las diversas formas en que nos proponemos vivir. La sagacidad proverbial del escritor uruguayo Eduardo Galeano nos propone pensar: “La palabra es un arma y puede ser usada para bien o para mal; la culpa del crimen nunca es del cuchillo”. Así como el arma en las manos de un principiante puede ser un peligro, la mano diestra hará un uso más eficaz de ella. Sin embargo, eso no nos asegura el sentido prudente y responsable de quien la porta.
Una simple sesión de televisión, de alguno de los tantos programas en manos de inconscientes en el uso de la palabra, nos abre la posibilidad de recapacitar sobre lo peligrosa que es la mala utilización de la palabra, es decir el mal uso de la lengua. «Bendito sea el hombre que no teniendo nada que decir se abstiene de demostrárnoslo con sus palabras», dijo Thomas S. Eliot[1] (1888-1965). Y esto vale para todos nosotros.



[1] Poeta, crítico literario y dramaturgo estadounidense.