domingo, 7 de julio de 2013

La decadencia de Occidente V



Agrega después Ramonet la siguiente investigación histórica[1]:
Habrá que esperar el ingreso pleno a la modernidad (a partir del siglo XVIII y sobre todo del XIX) para encontrar la expresión en su extensión actual (curiosamente su destino es similar a los términos “progreso” y “decadencia”). Hoy su ubicuidad, su empleo abrumador, lo ha terminado por convertir en una suerte de comodín difícil de encasillar. Más allá de las utilizaciones individuales o para fenómenos de pequeña dimensión humana (grupales, etc.) cuando entramos en los grandes procesos sociales, podemos distinguir "crisis" extremadamente breves de otras de larga duración (décadas, siglos), diferenciamos también las crisis de baja intensidad de otras que sacuden profundamente a la estructura.
Con este bagaje conceptual, se puede pensar con mayor detenimiento el difícil problema que analizo. Además, resulta saludable descartar la idea de crisis puramente económicas. Ellas forman siempre parte de un conjunto social más amplio,  abarcador de hechos políticos, institucionales, culturales y muchos otros más.
Simplificando tal vez demasiado, podría definir la crisis como una turbulencia o perturbación importante del sistema social considerado más allá de su duración y extensión geográfica, que puede llegar a poner en peligro su propia existencia, sus mecanismos esenciales de reproducción. Aunque en otros casos le permite a este recomponerse, desechar componentes y comportamientos nocivos e incorporar innovaciones salvadoras. En el primer caso, la crisis lleva a la decadencia y luego al colapso. En el segundo, a la recomposición más o menos eficaz o durable, sea como supervivencia difícil o bien como "crisis de crecimiento", propia de organismos sociales jóvenes o con reservas de renovación disponibles. En cualquier caso, la crisis es un tiempo de decisión en el cual el sistema opta (si hay lugar para ello) entre reconstituirse de una u otra manera o decaer (también transitando alguno de los varios caminos posibles). En la base de esta opción, está el fondo cultural que predispone hacia un comportamiento u otro, la cultura no como stock, como patrimonio inamovible, sino como evolución, como dinámica de seres vivientes que incluye espacios de creatividad reformista o revolucionaria y espacios de rigidez, de conservadurismo letal.
La crisis es un momento de algunos procesos históricos que han incubado una cierta cantidad de conflictos a los que no se les pudo dar una solución, no se ha sabido cómo tratarlos o se los ha negado desde la soberbia del poder. Una vez desatada la crisis, los cursos posibles de sus cauces pueden ser impredecibles y  aparecen factores antes no manifestados o que adquieren entonces una virulencia no reconocida. A veces, conflictos mal resueltos que dormitaban, supuestamente enterrados para siempre o que habían sido descartados por su poca importancia, irrumpen generando turbulencias no previstas. Una crisis constituye muchas veces un alud de "sorpresas" que no habían sido detectadas por miopía política; otras veces, por dejarse someter por las rutinas sociales. No debe descartarse el papel que juegan las ideologías conservadoras que niegan la posibilidad de los cambios. La ilusión de vivir presentes perpetuos impide percibir la profundidad de lo que se avecina.
El proceso histórico es muy útil para arrojar un poco de luz que nos aclare la comprensión de tan difíciles procesos. El Dr. Beinstein se introduce en ese análisis:
Desde comienzos del siglo XVIII se inicia una era de ascenso de la civilización burguesa y su base  colonial que llega al punto de dominio planetario máximo hacia el año 1900. El crecimiento económico, salpicado por numerosas turbulencias, algunas con estancamientos o depresiones de duración variable, se prolonga hasta la actualidad. Y hacia finales del siglo XX, importantes rupturas anticapitalistas (en primer lugar la Revolución Rusa) habían sido reabsorbidas por el sistema. Sin embargo, es necesario profundizar el análisis. Una primera distinción debe hacerse entre las viejas crisis de sub-producción que todavía se sucedieron en el siglo XVIII y las crisis de sobreproducción no muy prolongadas, pero cíclicas, propias del capitalismo industrial ascendente. Estas últimas aparecen como crisis de sobreoferta general de mercancías (o demanda insuficiente relativa) combinada con la baja de la tasa de ganancia. Los capitalistas ingresan en una dinámica dentro de la cual compiten unos con otros al mismo tiempo que frenan la participación de los asalariados en los beneficios obtenidos por el  incremento de su productividad (gracias al flujo incesante de innovaciones técnicas). Cada vez necesitan invertir más para sostener sus ganancias (decrece la tasa de beneficio) y el grueso de la población afectada por la concentración de ingresos tiene crecientes dificultades para comprar la masa de productos ofrecidos por el sistema económico.



[1] Véase Nota IV.

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