domingo, 8 de diciembre de 2013

El oficio del señor Durán Barba III



El paso necesario que se fue dando en las décadas de los sesenta y setenta fue ir trasformando las  relaciones entre las personas en una relación entre imágenes aparentes, mientras la subjetividad se fue aislando hacia el mundo de lo estrictamente privado. El ser de cada persona, en tanto tal, se desliza en una bruma angustiosa, mientras exhibe su apariencia en el mercado de las relaciones. La cultura Occidental apeló, para resolver este problema, al alcohol y/o la droga o sustitutos menos dañosos pero, al mismo tiempo, menos eficaces[1].  La importancia de la imagen radica en la denuncia de su vacío interior: es nada más que apariencia. Las relaciones entre las apariencias son un juego fatuo, trivial y evanescente, por lo tanto, altamente insatisfactorio que termina vaciando de contenido espiritual a la persona. Se podría pensar en la metáfora de las mascaritas del Carnaval.
Debord califica ese tipo de vida como una sociedad del espectáculo. Recurramos a la Real Academia para entender mejor este concepto: «Función o diversión pública celebrada en un teatro, en un circo o en cualquier otro edificio o lugar en que se congrega la gente para presenciarla. Cosa que se ofrece a la vista o a la contemplación intelectual y es capaz de atraer la atención y mover el ánimo infundiéndole deleite, asombro, dolor u otros afectos más o menos vivos o nobles». Su etimología nos dice: «El vocablo espectáculo viene del latín “spectaculum”, apelativo nominal del verbo “spectare”, ‘mirar’, ‘contemplar’, ‘observar atentamente’». Ante esa función, sólo cabe la actitud del espectador. Sin embargo, este pensador da un paso más y hace de la vida cotidiana un escenario en el que cada quien re-presenta el papel que elige, por lo cual es para los otros sólo lo que aparenta ser:
Toda la vida de las sociedades en las que dominan las condiciones modernas de producción se presenta como una inmensa acumulación de espectáculos. Todo lo que era vivido directamente se aparta en una representación. El espectáculo se muestra a la vez como la sociedad misma, como una parte de la sociedad y como instrumento de unificación. En tanto que parte de la sociedad, es expresamente el sector que concentra todas las miradas y toda la conciencia. Precisamente porque este sector está separado es el lugar de la mirada engañada y de la falsa conciencia; y la unificación que lleva a cabo no es sino un lenguaje oficial de la separación generalizada.
El avance de la concentración de medios en las condiciones que ofrece la sociedad de masas convierte la vida social en noticia: es esta la fuente mayor, casi excluyente, de información. La vida es percibida como una representación acorde con la información recibida. La realidad percibida, pensada y vivida es nada más que la realidad comunicada, mediatizada, en tanto tal editada y reinterpretada desde una propuesta homogeneizadora:
El espectáculo no debe entenderse como el abuso de un mundo visual, el producto de las técnicas de difusión  masiva de imágenes. Es más bien una cosmovisión que ha llegado a ser efectiva, a traducirse materialmente. Es una visión del mundo que se ha objetivado. 



[1] He publicado algunas notas sobre estos temas en el blog www.pensandodesdeamerica.blogspot.com con el título de El amor en los tiempos de la globalización y La subjetividad posmoderna y el buen vivir.

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