En esta nota, confrontaré
lo expuesto en las páginas anteriores con las explicaciones de un columnista
habitual del diario La Nación,
Alberto Benegas Lynch, hijo (1940), sobre cuya formación e ideas conocemos, según
Wikipedia:
Es un académico y docente
argentino especializado en economía, administración de empresas y análisis
económico del derecho, y uno de los primeros exponentes del pensamiento
libertario en idioma español. Es doctor en economía y doctor en ciencia de la
administración, es profesor universitario y ha recibido grados honoríficos de
universidades de su país y del extranjero. Como docente, fue profesor titular
en la Universidad de Buenos Aires y enseñó en cinco facultades: Ciencias
Económicas, Derecho, Ingeniería, Sociología y en el Departamento de Historia de
la de Filosofía y Letras. En sus obras Benegas Lynch expone su pensamiento
económicamente y políticamente libertario, abarcando desde el liberalismo
clásico hasta el anarco-capitalismo, pensamiento que él define como
autogobierno.
Su nota del 6-1-14, cuyo inquietante título es
La recurrente manía del igualitarismo,
es presentada por el diario con la siguiente frase de aparente tono neutro:
“Más allá de las buenas intenciones, en las sociedades abiertas redistribuir
ingresos es contraproducente, incluso para los más necesitados”, dice el autor.
“Lo importante es maximizar los incentivos”.
Comienza la nota con la siguiente afirmación:
Con la mejor de las
intenciones, seguramente, se machaca sobre la necesidad de contar con
sociedades más igualitarias desde el punto de vista de ingresos y patrimonios.
Pero esta visión, tan generalizada, es en verdad del todo contraproducente, y
de modo especial para los más débiles y necesitados.
Pertenezco a una línea de pensamiento que
reivindica una de las mejores herencias del siglo XVIII, tal vez la más
importante, y que ha calado muy hondo en el corazón y en las ideas de la mayor
parte de los hombres de Occidente. Se expresa en las tres banderas de la
Revolución francesa: libertad, igualdad y fraternidad, cuyos valores recogen parte
de la más vieja tradición judeocristiana, base de la cultura moderna. Por ello,
al leer esta afirmación, partiendo del debido respeto por la pluralidad, me vi
forzado a incorporar las ideas de este profesor en el desarrollo de estas
notas.
Debo decir que mi convencimiento acerca de la
necesaria igualdad —que no significa que todos reciban la misma retribución,
como se sostuvo desde un comunismo infantil— se sostiene en las investigaciones
científicas de las últimas décadas[1]. Los
primeros hombres, de hace unos doscientos mil años (homo sapiens-sapiens),
vivían en comunidades nómadas igualitarias, a pesar de lo que se dice por
ignorancia o por intereses inconfesables partiendo de una tesis arbitraria que
sostiene el salvajismo de aquellos hombres. Dar por válida esta tesis permite
afirmar la lucha de todos contra todos
como condición natural, de la cual se desprende la primacía de los más aptos. Sigamos
leyendo a nuestro pensador:
La manía del igualitarismo
lleva a los aparatos estatales a ocuparse de "redistribuir ingresos".
Robert Nozick[2]
ha escrito que le resulta difícil comprender cómo es que la gente vota
diariamente en el supermercado sobre la base de sus preferencias sobre los
bienes y servicios que más le agradan y, luego, los políticos se empeñan en
redistribuir aquellas votaciones, lo cual significa contradecir las previas
decisiones de los consumidores. Esto, a su vez, se traduce en un desperdicio de
los siempre escasos factores productivos y, por consiguiente, en una reducción
de salarios e ingresos en términos reales.
Calificar de manía a ideas de tan hondas y fecundas, tradición que ha plasmado en
la modernidad occidental a partir del siglo XVI en una cultura de base
humanista, ya supone un menosprecio no aceptable en quien luce un recorrido
docente y académico como el expuesto. Se desprende del tono una soberbia de ilustrado que no debo pasar por alto.
El nudo
central de su pensamiento radica en privilegiar el mercado por encima de la
sociedad civil, al consumidor como
más importante que el ciudadano. Cada uno de estos debe recibir sólo lo que
merece, lo que se ha ganado en la competencia, el perdedor es víctima de sus
incapacidades. Esta confusión conceptual, que no parece corresponda a los
títulos que ostenta, tiene graves consecuencias ya vistas. Más aun, privilegia
la libre elección de bienes y servicios como decisión fundamental del ejercicio
de la libertad, libertad que exige como condición previa —que no menciona, pero
de fundamental importancia—, disponer del dinero necesario para su ejercicio:
la libertad de comprar. En síntesis:
el ciudadano-consumidor ya votó en el mercado; entonces, ¿para qué sirve el
voto democrático en la elección de representantes, que contradice las decisiones ya tomadas? Leyó bien, eso dice.
[1] Remito a la lectura de mi trabajo El
hombre originario, disponible en la página www.ricardovicentelopez.com.ar
.
[2] Filósofo y profesor de la Universidad de Harvard (1938-2002),
considerado una de las mentes más preclaras del liberalismo contemporáneo,
expresada en su ya clásico Anarquía,
estado y utopía, en la que se ubica como un representante del
anarco-capitalismo.
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