No debo soslayar
que en temas como el de la felicidad
se cae tantas veces en expresiones de deseos que proponen idealidades; las que
se podrían sintetizar en frases coloquiales como: “Sería lindo que…”, “Tal vez
algún día se pueda…”, “Llegará un día en que…”. El ciudadano de a pie que me fue siguiendo con su lectura a través de
todas estas páginas tiene derecho a esperar conclusiones más concretas. Éstas
no deben desconocer algunas de las condiciones que deben ser respetadas por
cada persona, como requirió Aristóteles para el logro de ese estado espiritual.
Cito nuevamente a Mateo Aguado para avanzar sobre un camino que no deja de sorprendernos.
En un artículo suyo, que lleva por título Sobre
felicidad, política y desarrollo (29-3-14), sostiene:
Alcanzar la felicidad es
probablemente la mayor aspiración que ha tenido el ser humano en toda su
existencia. Es algo obvio y difícil de cuestionar: todos deseamos, por encima
de cualquier otra cosa, tener una vida feliz. Hasta tal punto esto es así que
la mejor definición que –probablemente– se haya dado nunca de inteligencia (ese ambiguo concepto que
tanto nos sobrevuela) es aquella que dice que ésta, la inteligencia, no es otra
cosa que nuestra capacidad de ser felices.
Si acordamos con
esta afirmación, de que es una
aspiración común a todo ser humano, y creo que si no todos una gran parte de
los habitantes del planeta estaría de acuerdo con ello, debemos preguntarnos:
¿por qué no son tantos los que la logran? Una primera respuesta ya fue dada en
páginas anteriores. Hemos analizado las condiciones culturales con las cuales
cada sociedad, con sus estructuras institucionales dentro de las cuales se
desarrolla la vida humana, funciona como posibilitante/limitante de los deseos
de cada persona. Agreguemos a ello que la sociedad consumista, en su afán de
lucro, ha afinado los mecanismos publicitarios para orientar compulsivamente ese
deseo por caminos de una satisfacción fugaz. La sustitución de la felicidad por
la satisfacción en el consumo ha desbarrancado en un deseo perpetuo e infinito
de imposible satisfacción duradera.
Entonces ¿se han
cerrado o impedido los caminos de acceso a una felicidad humana posible? Otra
respuesta posible a pensar, aunque extraña y algo esquiva para nuestra cultura,
la he encontrado en el artículo citado de Mateo Aguado. Nos cuenta una
experiencia de un país, para mucho de nosotros desconocido: Buthán. Tuve que
explorar en Wikipedia para saber algo de él:
Buthán se encuentra situado
en el Sur de Asia a los pies del extremo este del Himalaya. Limita al norte con
la República Popular China (República autónoma del Tíbet) al oeste con Sikkim
(un estado de la India ubicado en la cordillera Himalaya), al sur con Bengala
Occidental (un estado en la zona este de la India) y con Assam (un estado de
India situado a su nordeste) y al este con Arunachal Pradesh en la India.
Bhutan es una nación compacta sin salida al mar casi cuadrada, solo mide un
poco más de largo que de ancho. La extensión aproximada del territorio es de
47.000 km² (un poco más que Misiones- Argentina) y
una población que apenas llega a los 720 mil habitantes.
Según nuestro
investigador, este país se propuso emprender un camino distinto dentro de la
presión globalizadora del neoliberalismo. Para lograr una salida para la
felicidad de su pueblo privilegió «el bienestar ciudadano frente al uso
occidental los indicadores macroeconómicos que la mayoría de las veces poco o
nada nos dicen sobre el sentir real de las personas». Dice Aguado:
Basándose en la creencia
elemental que sostuviera Jeremy Bentham de que la mejor sociedad es aquella en
la que sus ciudadanos son más felices, el Rey de Bután – Jigme Singye Wangchuck
– acuñó en la década de los setenta el término de la Felicidad Nacional Bruta (FNB) bajo la convicción de que la mejor
política pública es aquella que produce la mayor felicidad entre sus habitantes
(y no así necesariamente la que produjese mayores niveles de ingresos y
consumo).
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