Debo dirigirme ahora
directamente a ese tipo de lector que he bautizado, sin mucha originalidad
siguiendo un modo de referirse a él utilizado por otros autores: el ciudadano de a pie. Yo pongo en él la
representación de millones de buenas personas honestas, sencillas,
trabajadoras, que están en cierto modo encerradas dentro de una mentalidad tradicional, por ponerle un
nombre bastante ambiguo pero que creo expresa un estado de la conciencia
colectiva caracterizada por: a.- un apego a la verdad del sentido común; b.- ese modo de pensar acepta lo que se
dice por lo que hoy se han convertido en los medios de comunicación concentrados, fuente de información de sus
padres y abuelos; c.- se mantiene prudentemente alejado del pensamiento crítico porque éste representa
un cuestionamiento al marco cultural que sostiene su visión del mundo; d.- ha
sido educado por el sistema institucional que le ha brindado un cimiento sólido
y creíble que define su posición ante el mundo.
Nada de ello está dicho como un
menosprecio de su modo de ser, pretende mostrar las líneas generales que
definen el pensar del ciudadano medio.
Éste se muestra perturbado ante temas que ofrezcan una versión alternativa que
pueden presentárseles como anticapitalistas (o hasta comunistas), ateas, irreverentes,
atentatorias contra el orden establecido. El problema es que algo de esto es
verdad, pero no con la valoración que esa conciencia media hace de esos modos
de pensar. Él puede ser consciente de que este mundo es inequitativo, que la
justicia no parece ser la norma y que el poder se ejerce en beneficio de los
más ricos. Pero todo ello es una desviación
moral de un sistema deseable y aceptado, basado en la libertad como valor superior. Aunque él puede aceptar que siguen
faltando las otras dos banderas de la Revolución democrática: la igualdad y la
fraternidad, pero no está seguro de que sean posibles de obtener en esta vida.
Entonces debo recordarle que
esta investigación se apoyó en dos columnas: el capitalismo como marco cultural de esta etapa del mundo y en la felicidad humana como meta deseable para
todos los habitantes del planeta. Creo que he podido mostrar las
inconsistencias de un planteo que incluya esa búsqueda dentro de un sistema que
concentra la riqueza y que, por consiguiente, distribuye mal.
Terminé la nota anterior con
una afirmación: «¡hay que diseñar y promover otro tipo de desarrollo!» pero
esto no deja de ser más que un buen deseo. Si le preguntamos a Aguado ¿cómo
debe ser ese desarrollo? Nos contesta:
Pues un desarrollo poscapitalista, centrado en la
felicidad de todos los seres humanos y en el respeto hacia la naturaleza
(nuestro hogar al fin y al cabo). Es decir, un desarrollo más similar al que
propone Bután que al que apunta el mundo occidental. No cabe duda de que esta
propuesta es un referente a seguir en aras de dibujar otro tipo de sociedades y
otro tipo de prioridades políticas. No cabe duda de que la iniciativa es muy
interesante. Veremos si en los próximos años Bután logra sus objetivos o si,
por el contrario, los empujes de la globalización neoliberal alcanzan sus
fronteras y acaban por diluir su interesante cultura y cosmovisión de la vida
en la peligrosa amalgama homogeneizadora del capitalismo.
Ante este camino que parece
desembocar en un abismo, no hay en los tiempos cercanos alternativas viables.
¿Es esta una afirmación pesimista? Creo que no, pero siendo realista la
afirmación anterior debe ser dada por válida, con la condición de que tomemos
conciencia de que las soluciones exclusivamente estructurales así lo muestran.
Si reconsideráramos los sabios consejos aristotélicos, debidamente actualizados
y adaptados a un mundo finito, cada uno de nosotros debería comenzar a vivir
dentro de la frugalidad, la moderación, la sobriedad que la finitud que la
Tierra nos impone, dando cabida a la mayor parte de nuestros contemporáneos.
Aparecerían entonces las dos banderas faltantes: trabajar por la igualdad privilegiando a los más
necesitados, abriendo así el camino de la fraternidad (la otra bandera).
Descubriríamos que esa felicidad
tan esquiva empieza a presentársenos como recompensa de una vida de servicio.
Rabindranath Tagore[1]
(1861-1941) dijo poéticamente: «Dormía y soñaba que la vida era alegría,
desperté y vi que la vida era servicio, serví y vi que el servicio era alegría».
La felicidad que se nos presenta como
inalcanzable en el mundo actual puede comenzar a formar en nuestro interior si
nos convertimos en constructores de ese mundo que anhelamos.
Es posible que el ciudadano de a pie esperara algo más
concreto, más tangible e inmediato. Es posible que lo haya desengañado. Pero
creo que la felicidad no se conquista prontamente y de una vez para siempre, es
un largo camino que dura toda la vida. A la felicidad hay que merecerla y ello
conlleva una prolongada preparación. Es posible y está al alcance de la mano de
todos nosotros. Hay muchos obstáculos. Sin embargo en vencerlos radica parte de
su logro.
.
[1] Fue un poeta bengalí, filósofo convertido al hinduismo, artista,
dramaturgo, músico, novelista y autor de canciones que fue premiado con el
Premio Nobel de Literatura en 1913.
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